por Daniel Glaydson Ribeiro___
Se debe escribir en una
lengua que no sea materna.
Vicente Huidobro
No sé si sé qué decir alrededor de El frasquito.
Quizás no haya que decir nada. Es un agujero sin bordes. Y sin Borges, sin el
abolengo de Borges. Un frasquito es un pequeño recipiente de cuello estrecho,
generalmente de cristal, donde caben la mala leche del policía, la del padre
bígamo y cornudo, y también las cenizas, los trozos o el espíritu del mellizo
muerto y desparramado, pero donde quizás no quepa la voz escrituraria y calculada del hermano que, en La rueda
de Virgilio, quince años después del habla gemela, quiere confesarse o
disculparse o revelarse o analizarse o... ¡corregirse!
Luis Gusmán en 1973, lejos de darla – a la ficción – por perdida:
Leche y cenizas dentro
del frasquito mágico, lo frota como la lámpara de Aladino y aparece el mellizo
vivito y coleando, entonces él vuelve a matar, clavandolé una inyección por la
espalda y el otro muere, así mil veces, muchas veces, hasta cansarse, después
se arrodilla y reza a los espíritus, cae en trance, invoca el alma del mellizo
y su cuerpo recibe su espíritu, entonces empieza a hablar sabiendo que aunque
es su voz la que escucha es el mellizo el que habla por su boca para contar su
muerte con sus propias palabras.
(...)
Un texto que desea
hablar y no escribir. En portugués, falar mantiene una relación ruidosa
con el falo. Los poemas épicos del siglo xx son textos que desean hablar y no
solamente escribir – uno de los motivos que les hacen épicos, contra el lirismo
purista que hacía de la lira un instrumento geométrico incapaz de sujetarse a
lo dicho o que nada tenía que decir: palabras y no ideas, como si fuera posible
apartarlas. Pero esto es un relato otro, una de mis religiones. No olvidemos
todavía la cita de la lámpara mágica, como quiere o parece olvidarla su propio
autor en 1988, el año de la “autobiografía literaria”:
Hoy pienso que esta
autobiografía es la forma invertida de El frasquito. Que cuenta al revés
la misma historia. Ahí ya estaba escrito: “Es la voz del mellizo, contando por
mi boca, mi propia historia”. Ahora es necesario que la mía cuente la del
gemelo muerto. Ese que la ficción necesitó muerto de entrada. Una tarde, cuando
la abuela cumplió noventa años, el gemelo seguía siendo el elemento que
desencadenaba la intriga. Mi madre afirmó, cuando ya se extinguía la
celebración: “Parece que hubo otros mellizos desperdigados por la provincia de
Buenos Aires. Nacidos dos años antes que ustedes.”
La
amplitud y polisemia de uno “que habla por su boca para contar su muerte con sus
propias palabras” es cambiada por el egocentrismo y la monosemia de “la voz del
mellizo, contando por mi boca, mi propia historia”. Tal movimiento es, en pequeña escala, lo que
hace Gusmán en La rueda de Virgilio, clasificando sus tres primeros
libros – El frasquito, Brillos y Cuerpo velado – como
ficción perdida por “ese mucho de realidad que tienen” (¡!). Suponemos entonces que
desde su cuarto libro, En el corazón de junio de 1983, el autor
desarrollase rumbo a una forma otra, la de la literatura con L mayúscula, una
forma limpia de experiencias personales, de memorias o parentela, una forma que
llamaremos de “ficción calculada” para usar el título de un libro de ensayos
académicos que Gusmán lanza en 1998. Sus cálculos son, como en la lógica
matemática, obvios: en su cuarto libro actualiza los corazones de Dostoievski,
Flaubert y Conrad, al trasplantarlos. Su
genealogía ahora es otra, como él mismo dice, una genealogía del lenguaje, el
abolengo borgeano, la escritura que desea escribir y no hablar.
Esta injuria que hago contra la
escritura que desea escribir no es un manifiesto. Borges es una noche oscura.
Lo que planteo es sólo el
derecho de la escritura que desea hablar de ser habla, derecho de decir y no
simplemente remitir a un “sistema” literario.
Ya en el prefacio de la revista Literal nº 1, de
1973, de la cual el autor de El frasquito fue una de las cabezas, se
establecen dos ejes de lo literario que se encajan muy bien con las ficciones
perdidas y calculadas. La
perdida tiene que ver con el eje 1, “la novela familiar que engancha al sujeto
en la actividad de escribir mediante la persistencia de ciertas escenas y
fantasías”; y la calculada, el eje 2, “la posibilidad cultural creada por la
existencia de un espacio organizado según un sistema flotante que llamamos
Literatura”. Lo curioso es que ya allí se entendía la permeabilidad de los
ejes, mientras Gusmán, con La rueda de Virgilio, quiere interponer una
muralla. Veamos el
sabio prefacio de Literal: “En el cruce de estos dos ejes se
escribe desplazando cada serie según los momentos históricos en que esta
actividad se desarrolla. La
paradoja del sentido de esta actividad consiste en que no está nunca donde
se lo busca, ni se encuentra el lugar donde se podría estar” (grifo mío).
El libro La ficción calculada, a su vez, constituye
un ejemplo de como este “sistema flotante” que debería ser la Literatura puede
embalsamarse, sistematizarse. Los cálculos son tan exactos que llegan siempre a
los mismos nombres: Kafka, Joyce, Kafka, Flaubert, Kafka, Kafka. (cof cof)
Modernos pero universales. Los literatos son hoy los que más respetan la idea
de lo universal, de la cual hasta la filosofía se desnudó. ¿Tendríamos nosotros
el derecho de leer y contemplar otras cosas, menos fundamentales, menos
editadas, menos traducidas, menos europeas? Otra cosa: lo que La ficción
calculada sobretodo no alcanza hacer es una crítica que sea también
literatura, hablando demasiado a través de la boca de otros críticos
profesionales y sumiéndose, acurrucándose, encogiéndose ante las citas de los
autores explorados. Blanchot
quizás diría que está cierto él: “Ya se mire desde la realidad histórica o
desde la realidad literaria, no se percibe al crítico y a la crítica sino como
algo propenso a borrarse, una presencia dispuesta siempre a desvanecerse”. ¿Borrarse o ser borrada?
¿Hablaría el francés de la misma crítica que nació como gesto normativo o
moral, como juzgamiento, y que tiene en la imagen de su origen la parábasis
aristofánica o el mismo sacrilegio, según Starobinski? El sacrilegio no se
dispone a desvanecer. Blanchot,
deseando fundamentarse en Heidegger, escribe aún que la crítica “no solo no se
impone, atenta de no reemplazar a aquello de lo que habla”. A mí me parece que una
escritura capaz de no desplazar a otra sólo puede ser la transcripción ipsis
literis de esta otra, y tratándose de literatura, quizás aún así ya se le
hace hablar de un otro lugar, otra plaza. Blanchot mata al autor, mata al
crítico y nos lega ese vacío (palabra que a ellos mucho les gustaba) al cual
nos restaría socavar. No quiero cerrarme ahí.
Mi corazón no es mayor que el mundo, es el mundo.
Entonces, lo que no quiero hacer al
criticar el gesto que Gusmán
practica con la publicación de La rueda de Virgilio, gesto que reduce
sus obras o quizás les confiere una vida otra, estrechez autobiográfica, así: “El
frasquito como la iniciación de una agonía y el preludio de una muerte, la
de mi padre; Brillos como la descripción de un funeral siempre a punto
de comenzar; Cuerpo velado como los oficios y rituales que se llevan a
cabo con los muertos después de muertos”, reduciones que sólo un “propio autor”
podría hacer, olvidando toda su escritura, “el apremio de su voz, su ritmo” de
niño brutal y de condenado a la muerte, sus escenas belicosas, castrando las
posibilidades de lectura de textos tan fragmentarios y disonantes, etc., lo que
no quiero hacer, como decía en el comienzo del párrafo, es desarrollar la idea
de la muerte del autor, sosteniendo que uno no debe decir nada alrededor de su
propio libro, que uno siquiera sabe algo de lo que escribe.
Una crítica peor que aquella
que solamente estudiaba los autores después de muertos puede muy bien ser
aquella otra que los mata en vida para poder leerlos con el alejamiento de una
pared, de una tumba virtual, de una estructura.
Así,
no hay que quitarle a Gusmán el derecho de escribir: “Para mi sorpresa todavía
no encuentro en El frasquito la potencia de la voz”. Pero esto me hace pensar en
la extraña cosa que es uno leerse a sí mismo, escuchar la voz de espíritus flotantes
con la misma potencia inaccesible del encuentro. El libro, este objeto que encierra mi escritura
para ponerla viva a algún otro cuerpo/espíritu, es como el difunto del final de
El frasquito, al cual se mira en el cajón: “Yo lo miré al otro por la
primera vez en toda la noche, lo miré a la cara, tratando de reconocerme, sentí
miedo porque me daba cuenta de que no me parecía en nada, que era otro el que
yo buscaba, que el otro había muerto hacía mucho tiempo”. Restaba a Gusmán no
haber olvidado esa mirada irreconocible. La rueda de Virgilio habla como si no hubiese
mirado adentro del cajón.
Quedamos en la paradoja de no matar al autor,
dejándolo hablar, y la extrañeza de uno leerse a sí mismo.
Mi congoja era tan sencilla: yo
me quedé pensando en el mellizo muerto, asesinado, su fuerza, su símbolo, sus
pliegues, hasta leer La rueda de Virgilio y saberlo real. El mellizo muerto se volvió
entonces el pliegue muerto, el símbolo que cesa de desplegarse puesto que es la
vida misma, y no la obra.
¿…?
¿Quién ha dicho que la vida cesa de
desplegarse?
VIII
No digas: “el mundo es bello”.
¿Cuándo fue que viste
el mundo?
No digas: “el amor es
triste”.
¿Qué es que tú conoces
del amor?
No digas: “la vida es
rápida”.
¿Cómo fue que mediste
la vida?
No digas: “yo sufro”.
¿Qué es lo que dentro
de ti eres tú?
¿Qué fue que te
enseñaran
lo que era sufrir?
(Cecília Meireles, en libre traducción y con la mirada de Charles Wrapner)